Dinero, miedo y libertad

 

En el artículo de hoy os presento un extracto del libro “Caperucita en Manhattan” (1990), de la autora sinfín premiada Carmen Martín Gaite (Salamanca,1925-Madrid, 2000) que invita a reflexionar acerca del dinero, el miedo, la libertad y la fuerza de voluntad.

La finalidad de presentaros este recurso literario es que estéis abiertos a pensar. Tiene que ver con el estimularos a formaros una opinión acerca del propósito de vuestras inversiones. Luego, no tenéis por qué estar de acuerdo con el extracto, ni tomaros las siguientes líneas de forma literal en vuestra planificación financiera. De lo que se trata, precisamente es de eso: de que vuestra planificación financiera sea “vuestra” y para que sea “vuestra” debéis disponer de información, formación y varios puntos de vista. En algún punto deberéis reflexionar acerca de lo que queréis para vuestro presente-futuro y si lo que queréis os da paz. Deberéis identificar perfectamente lo que os da miedo, por si os proponéis vencerlo. En definitiva, deberéis saber qué opción os lleva más cerca a vivir tranquilos y felices.

Dice así:

Un veterano comisario del distrito de Harlem, fascinado por la valentía de miss Lunatic, sus múltiples contactos con gente del hampa y su talento para testificar en los casos difíciles, la mandó llamar una tarde de invierno para proponerle un trato. Se le asignaría una suma bastante importante de dinero, si se prestaba a colaborar como confidente de la Policía. Ella se indignó. Informar a las autoridades de que había un fuego, se había caído el alero de un tejado o se necesitaba urgentemente una ambulancia era algo muy diferente a convertirse en acusica. Ni que estuviera loca. Y en cuanto al dinero, muchas gracias, pero no la tentaba.
¿Para qué necesito yo el dinero, mister O’Connor? –preguntó-. ¿Me lo quiere usted decir?
Tenía las manos cruzadas sobre la mesa, y el comisario se fijó en aquellos dedos deformados por el reúma y enrojecidos por el frío.
Para asegurarse la vejez –dijo.
Miss Lunatic se echó a reír.
-Perdone, señor, pero llegué a Manhattan en 1885 –dijo-. ¿No le parece que he dado pruebas suficientes de asegurarme yo sola la vejez?
El comisario O’Connor la contempló con curiosidad desde el otro lado de la mesa.
-¿En 1885? ¿El mismo año que trajeron aquí la estatua de la Libertad? –preguntó.
En los labios de miss Lunatic se dibujó una sonrisa de nostalgia.
-Exactamente, señor. Pero le ruego que no someta a ningun interrogatorio.
-Solamente contésteme a una cosa –dijo él-. He oído decir que no tiene usted ingresos conocidos. Y que tampoco pide limosna.
-Es verdad, ¿y qué?
-Tranquilícese, le aseguro que no se trata de una investigación policiaca. Sólo pretendo ayudarla. ¿Es que no le interesa el dinero?
-No; porque se ha convertido en meta y nos impide disfrutar del camino por donde vamos andando. Además ni siquiera es bonito, como antes, cuando se gozaba de su tacto como del de una joya.
El comisario observó que, mientras miss Lunatic decía aquellas palabras acariciaba unas monedas muy raras que había sacado de una bolsita de terciopelo verde, y jugueteaba con ellas. No eran de gran tamaño, despedían un fulgor verdoso, y parecían muy antiguas. Estuvo a punto de preguntarle de dónde procedían, porque nunca las había visto de este tipo, pero se contuvo por miedo a ganarse su desconfianza. Prefería seguir oyéndola hablar de lo que fuera. Hubo una pausa y ella volvió a guardar las monedas en la bolsa.
-Ahora ya no –continuó tras un suspiro-. Ahora el dinero son viles papeluchos arrugados. Yo cuando tengo alguno, estoy deseando soltarlo.
Todos los papeluchos que usted quiera –interrumpió el comisario-, pero hacen falta para vivir.
-Eso suele decirse, sí. Para vivir… Pero ¿a qué llaman vivir? Para mí vivir es no tener prisa, contemplar las cosas, prestar oído a las cuitas ajenas, sentir curiosidad y compasión, no decir mentiras, compartir con los vivos un vaso de vino o un trozo de pan, acordarse con orgullo de la lección de los muertos, no permitir que nos humillen o nos engañen, no contestar que sí ni que no sin haber contado antes hasta cien como hacía el Pato Donald… Vivir es saber estar solo para aprender a estar en compañía, y vivir es explicarse y llorar… y vivir es reírse… He conocido a mucha gente a lo largo de mi vida, comisario, y créame, en nombre de ganar dinero para vivir, se lo toman tan en serio que se olvidan de vivir. Precisamente ayer, paseando por Central Park más o menos a estas horas, me encontré con un hombre inmensamente rico que vive por allí cerca y entablamos conversación. Pues bueno, está desesperado y no sabe por qué. No le saca partido a nada ni le encuentra aliciente a la vida. Y claro, se obsesiona por tonterías. Al cabo de un rato, parecía yo la millonaria y él el mendigo. Nos hicimos muy amigos. Dice que él no tiene ninguno. Bueno, uno, pero que se está hartando de él.
-¡Qué historia tan interesante! dijo el señor O´Connor.
-Sí, es una pena que no tenga tiempo para contársela con detalle. Pero he quedado en ir dentro de un rato a su casa a leerle la mano. Aunque no sé si servirá de mucho, ya se lo advertí ayer, porque yo el porvenir no lo leo cerrado, sino abierto.
-¿Qué quiere decir eso?
Que no doy soluciones, me limito a señalar caminos que cruzan y a dejar a la gente en libertad para que elija el que quiera. Y míster Woolf está ansioso de soluciones, me temo que necesita que le manden. Tal vez porque está harto de hacerse obedecer. Edgard Woolf se llama. Gana el dinero a espuertas. Tiene un negocio muy acreditado de pastelería.
El comisario la miró con los ojos redondos por la sorpresa.
-¿Edgard Woolf? ¿El rey de las Tartas? ¿Va a ir usted a casa de Edgard Woolf? Vive en uno de los apartamentos más lujosos de Manhattan, ¿lo sabía? Pero tiene fama de ser inaccesible, de no recibir a nadie.
-Pues ya ve, será que le he caído bien. A ver si se cree usted que sólo me trato con desheredados de la fortuna. Aunque ahora que lo pienso –rectificó luego- también míster Woolf es un desheredado de la fortuna. Para mí la única fortuna, ya le digo, es la de saber vivir, la de ser libre. Y el dinero no libera, querido comisario. Mire usted alrededor, lea los periódicos. Piense en todos los crímenes y guerras y mentiras que acarrea el dinero. Libertad y dinero son conceptos opuestos. Como lo son también libertad y miedo. Pero, en fin, le estoy robando tiempo. No he venido para echarle un discurso, y en cuanto a su propuesta, ya la he contestado con creces, ¿no le parece a usted? Conque olvídeme, si puede.
El comisario O´Connor la miraba entre pensativo y perplejo.
-Así que usted no tiene dinero ni miedo… -dijo.
-Yo no. ¿Y usted?
El rostro del comisario se ensombreció.
-Yo miedo sí, muchas veces. Se lo confieso.
-Pues eso es mala cosa para su oficio. El miedo cría miedo, además. ¿Dónde lo siente? ¿En la boca del estómago?
El comisario se quedó dudando, y se palpó aquella zona, bajo el chaleco.
-Pues sí, más o menos.
-Ya. Es lo más corriente. Espere un momento a ver.
Miss Lunatic, ante el pasmo del comisario O´Connor, se puso a hurgar en su faltriquera y sacó varios frasquitos que alineó sobre la mesa.
-¡Vaya por Dios! Lo siento. Tenía un elixir bastante bueno contra el miedo, pero se me ha gastado. Es el que más me piden.
Luego, mientras volvía a guardarse los frasquitos, añadió:
-Claro que hay otra forma de espantar el miedo, pero no es propiamente una receta, porque tiene que poner mucho de su parte el paciente. Consiste en pensar: “A mí esto que me asusta ni me va ni me viene”, algo así como ver lejos lo que está dando a uno miedo, para que se desdibuje.
-Eso no acabo de entenderlo.
-Casi nadie; por eso digo que da poco resultado recetárselo a otro. A lo mejor un día, de pronto, lo siente usted solo y lo entiende… En fin, ¿me da permiso para retirarme?
El comisario O’Connor asintió. Pero cuando la vio levantarse, agarrar su cochecito y dirigirse a la puerta, tuvo una sensación muy triste, como de miedo a estarse despidiendo de ella para siempre. Y la volvió a llamar. Ella se detuvo, interrogante.
-Miss Lunatic –dijo-. Es usted maravillosa.
-Gracias, señor. Eso mismo me decía siempre mi hijo, que en paz descanse. Un gran artista, por cierto, aunque la memoria voluble de las gentes haya sepultado su nombre… ¿Quería usted decirme algo más?
-Sí. Que no me gustaría que pasara usted hambre ni frío.
-No se preocupe. No los paso.
-Me parece increíble, perdone que se lo diga. ¿Y cómo hace? ¿Cómo se las arregla para salir adelante?
Miss Lunatic se detuvo en el centro de la habitación. Se levantó el ala del sombrero con gesto solemne y miró al señor O´Connor. Sus ojos negros, brillando en el rostro pálido y plagado de surcos, parecían carbones encendidos. Y ella, en medio de aquella estancia de paredes desnudas, una figura de cera.
Echándole fuerza de voluntad, señor, para decirlo con palabras del Caballero Inexixtente.
-¿Otro amigo suyo? –preguntó el comisario.
-Pues sí. Aunque éste es un personaje inventado. ¿Le gustan las novelas?
-Mucho. Lo que pasa es que tengo poco tiempo de leer.
-Pues cuando saque un ratito le recomiendo El caballero inexistente. No es muy larga. Acabo de verla traducida al italiano esta tarde, al pasar por el escaparate de Doubleday.
-¡Cuánto trota por Manhattan! Veo que no para usted un momento.
-Así es. Tiene usted razón. Yo no comprendo cómo dice la gente que se aburre. A mí nunca me da tiempo para todo lo que quisiera hacer… Y ahora siento dejarle. Pero he quedado con míster Woolf, y antes había pensado darme una vueltecita en coche de caballos por Central Park. Gratis, por supuesto. Me lo tiene prometido un cochero angoleño que me debe algunos favores. Convencí a una hija suya para que no se suicidara. Conque lo dicho. Adiós, comisario.
El comisario O´Connor se levantó para abrirle la puerta y le estrechó la mano efusivamente.
-Espero que volvamos a vernos –dijo-. La vida es larga, Miss Lunatic y da muchas vueltas.
-Ya lo creo. Dígamelo usted a mí –contestó ella sonriendo.
-Pues nada, mujer, salud. Y abríguese que se está poniendo el tiempo como para nevar.
-Es lo suyo. Estamos en diciembre.
Al salir, hacía un viento muy frío, que alborotó la larga melena blanca de miss Lunatic. Apresuró el paso hacia la calle 125. Había decidido coger allí el metro hasta Columbus Circle.

La clave está en vivir. ¿Cómo quieres vivir el resto de tus días?

Cristina Bartés

Chief Operating Officer

Aston Dealers®

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